El roce de las sabanas contra los pelos tiesos de mis piernas, contra la carne pálida y reseca, la sensación de entumecimiento que nace desde mi entre pierna hasta la punta desigual de las uñas de los dedos de mis pies, que con delicadeza se mecen de un lugar a otro enmarañándose con las telas que habían sido humedecidas en detergente hace algunos días, la sensación pavorosa del sudor entre los pliegues de mi ropa interior, en medio de mis axilas selváticas y la sensación taquicárdica de los martillazos de mí corazón enfermizo, uno, dos, tres, cuatro, cinco y así hasta lo incontable.
El rabillo del ojo exhausto, el iris reseco y su contorno rojizo, la boca con los labios despegados y partidos, los dientes que se bañan entre la blanquedad, las manchas de nicotina y la saliva con aroma a menta a causa de una pasta dental barata, aun así con la garganta sedienta y pegada al cuello que exprimía suspiros broncos y con ademán de desesperación. Mis oídos se agudizaron expandiendo los receptores al límite y capturando los sonidos tercos de un ambiente en el cual vivo como mal agradecido y en él que me desarrollo día a día caminando entre sus veredas sucias con el abrasivo sol de fondo golpeando mí nuca, quemándola y desprendiendo mi piel sin piedad alguna, mientras el cielo me hace burlas mirándome a lo lejos con su semblante de tranquilidad que contrasta con mi creciente anhelo de esperanza para poder surgir de todas estas situaciones alucinógenas que rayan en lo irracional.
Me cansé porque el estar en esta cama me desprendo de mi alma, de mi esencia y de mi razón. Mi cabeza una y otra vez me repite que duerma, duerme, duerme pero mi ansiedad me dice que no lo haga, llegando a gritar dentro de mí mismo para que sea capaz de vencer el sueño. Los ruidos me entorpecen, hacen que tiemble la cerilla de mis oídos llegando a lo más profundo de mi cerebro hambriento por falta de descanso, pero se quebró todo de la misma forma en la que comenzó. El cuarto se cubrió de un color tan sutil que hacía que los bellos de atrás de mi orejas se erizaran, miré taciturnamente a la ventana y el amanecer se blandía en lo alto venciendo a la oscuridad y coronándose en las alturas más inalcanzables del cielo, sentí paz, aunque el sueño me matara termino quedándose dormido y me dejo a mí despierto para contemplar el alba.
Amaneció, ya es de día y estoy solo, como siempre. Lanzado sobre la nada misma y buscando respuestas, girando sobre mí cabeza, analizando y encontrando respuestas que en teoría son correctas, pero en la práctica fracasan. A mí lado hay un cenicero lleno de cigarrillos extinguidos, apagados como el sol, envases de bebida, desperdicios, papel higiénico manchado, secreciones, saliva, aire y espacios vacíos, como los de mi pecho. Por fin me sentí carne, recorrí mis nervios desde la corona de mi cabeza hasta el más ínfimo lugar de mis extremidades, me acordé de que tenía huesos, codos, rodillas y abdomen, todo fue desvaneciéndose de una forma explosiva, arrastrando por mis terminales nerviosas los puntos más altos de sufrimiento, no dormí y eso hacía que mi cuerpo tuviera un alto y bajo de sensaciones tan frescas y tan intimas, como la reveladora imagen que se tenía en las cortinas de mi ventana; Un contraste total entre la vida y la maravilla de poder contemplar todo.
Mi mandíbula está que se rompe por la tensión, ya no siento nada de forma correcta, mi cabeza me arde y siento como si desde el entrecejo un clavo caliente penetrara hasta salir por el otro extremo de mi cráneo. Al final no me percate, cerré mis ojos y caí en letargo, pero esta vez comencé a soñar.
No sé si es un sueño, pero se siente como si fuera real. No sé donde estoy, todo está mudo, me detengo y la veo a ella, parece una parte de mí y una parte de sus entrañas, ella camina en medio de la nada y yo la sigo, es un corredor largo rodeado de color blanco, comienzo a correr tras sus pasos y en el momento en que intento alcanzar su mano el entorno se convierte en negro y su silueta se borra ante mí mirada. Caigo de rodillas, sonido que producen mis huesos al chocar contra el suelo inunda todo, mi espalda se encorva y alcanzo mis manos, las veo tan blancas como si me hubiera desmayado, las toco y en ese instante las lágrimas caen en medio de mis palmas, desparramándose por mí ante brazo antes de caer a la altura de mi codo. Lloro.
Me acribilla un nudo en la garganta, mis ojos tiemblan y veo todo borroso, siento las gotas calientes correr por el contorno de mis mejillas, pasando por mi boca dejando un sabor salado, caen en mi mentón y luego al suelo, aprieto la garganta y grito, ¿para qué? En el silencio nadie me escucha, solo yo mismo, solo mi corazón. Entonces el sueño se perdió y La ciudad que me sabe a estiércol me despertó, pero cuando paso la lengua por entre medio de mis pensamientos, ellos saben a lo mismo. Mis papilas se enjuagan entre óxido y basura, en un festín sin fiesta, en un comer sin hambre y yo me convierto en alguien que existe, pero que no vive, que deambula de aquí y para allá, caminando entre veredas y pasajes nulos, como en los párrafos de un libro abierto que no habla de nada, que tiene letras vagas que son imposibles de leer. La palabras se convierten en mis deseos, lo imposible son mi actuar. No sé cuanto he dormido antes que este sueño me despertara de sobresalto, toque mis mejillas como en el sueño y en ellas habían lágrimas, sin duda alguna estaba conmovido y más aún mis irregulares horarios de sueño me pasaban la cuenta.
Cuanto estoy así me siento en medio de un espacio negro, donde estoy solo y donde ni siquiera la soledad me acompaña, lanzado en medio de mi interior y viendo como lentamente todo mi entorno decae y se pudre junto con mi causa, con mi cuerpo, con mis palabras hasta que todo deja de ser memoria.
II
Es verano, me pudro. Soporto las tardes con el calor húmedo pegado a la espalda y que empapa mi frente, que adormece mis talones y hace que mi cabeza se apriete hasta lo más profundo, la falta de líquido consume mi garganta y mi esófago sufre a causa de la sequedad. Nunca me a gustado el verano, es sucio. Tanto así que no salgo y me limito a mis libros, a mi música y a noches de cine que abren incesantes sueños y lapsos imaginativos que están dispuestos a ser plasmados en imágenes u en palabras, me atacan a causa de eso ganas enormes de tomar cualquier cosa para vomitar conciencia en ella, para alivianar el verano que crece entre arena y el bullicio de los turistas. Rompo la monotonía, prendo un cigarrillo, aspiro, boto y exploto, dejando ir con el humo, todo… o nada. Contemplo los árboles que se mecen de aquí y para allá, tupidos en el fulgor de la esencia de la naturaleza tan magníficamente tallada entre los surcos de su tronco, reflejando en sus hojas la voz de la brisa, siendo los anales para el paisaje, acompañando desde el piso al inmaculado cielo.
De fondo la orquesta The Gadfly Suite Op.97ª de Dmitri Shostakovich, de ornamentación la opulencia, de telón, la ciencia de lo incomparable., una novela, un musical que acompaña brillando sobre mi cabeza y entre mis conectores neuronales, la sinfonía de la vida, la danza de la victoria ante el apocalipsis frenético de las palabras lanzadas al aire, de lo vano de las tardes calurosas y el crepúsculo ardiente que desciende hasta los intestinos de la tierra antes de terminar junto al barro seco.
Me paré en seco ante ella, contemple sus zapatos de charol, sus tobillos, analice su presencia, me tumbé tomando sus muñecas ante el pasto, su pelo, la locomoción que pasaba a mi lado, el ruido de los transeúntes, las emisiones de una radio en cero, las nubes, el aullido de los perros, sus mejillas, el sol y finalmente yo, caí. De nuevo en delirios mientras me mantenía parado a los pies de la escalera, sin darme cuenta de que casi caí desvanecido.
Ya había pasado mucho tiempo desde el sueño. Aún lo recordaba, aun soñaba con los ojos despiertos y contemplaba el sonido del silencio, el reflejo escarlata del rocío chocando contra la ventana, escabulléndose entre los pliegues de las cortinas, cayendo hasta el fondo del ventanal, mezclándose con otras gotas que danzaban ante mis ojos, me siento incapaz de pronunciar palabras, no soy, mi ánimo, tú. Nadie.
Prendí otro cigarrillo, comencé otro escape. En estos momentos escribo sin saber de tiempos, dejando a mis memorias reposar dentro del papel.
III
Ahora pasaron muchos años desde que la semilla de la desolación fue fecundada, germinó en mí un camino eterno de ira que gotea en el semen que a sido otorgado a mis progenitores, un nuevo capullo concentrado de angustias, un mar en el cual tendrán que remar todos los que nacieron desde mi propio odio.
El sonido del inodoro aún está permanente dentro del ruido, el olor del tabaco aún impregna mi boca y mis uñas aún conservan vestigios de otra piel, que fue la última y que a la vez es primera, ya después de tanto tiempo, ni siquiera el propio corazón diferencia de soledades, los sentimientos son necios, como mi caminar y una sola palabra sale desde lo profundo de mi pecho dejando aún más vacío, tan vacío que hasta el propio aire se abraza entre mis pulmones buscando abrigo. Al final confundo todo, desde las memorias que dejé tiradas en el papel, las últimas frases que pronuncié y la última vez en que pude observar, ahora mis ojos ciegos de ignorancia no quieren ver el sol, porque más allá para ellos no existe nada, solo se dan vuelta hacia adentro y meditan frente el fondo de mi cráneo, quedaron sin interés de goce.
Adioses, bienvenidas, pausas, abrazos, un café por la mañana observando por la ventana cuando aún nadie es capaz de traspasar el frescor del alba en medio de las aceras, el sonido del océano bailando a lo lejos y los maquinales bramidos de un bus enardecido. Así la efervescencia de la ciudad comienza a subir por los bordes del recipiente llamado monotonía y mis manos se estremecen al sobar lo álgido que significa estar de pie en la madrugada.
Una interpretación de Horowitz, la exquisita suavidad de las notas y el dulzor alegre de una sonata que despierta los instintos.